La ilusión volvía a mi vida. Había sido seleccionada para el puesto de trabajo después de una entrevista en la que los nervios casi me juegan una mala pasada.
Siempre he sido una persona inquieta, pero últimamente al avance de los años y la inseguridad de mis sueños no cumplidos, me hacen temblar las manos y lanzarme a una verborrea involuntaria que ponen en peligro cualquier propósito.
El día de la entrevista fue más tranquilo de lo habitual y cuando ya me lanzaba en absurdos argumentos, mi mente tuvo una chispa de iluminación y me hizo callar a tiempo. Sin embargo, hoy empiezo en mi nuevo puesto de trabajo y siento que se me va a salir el corazón por la boca.
Cuando llego a la empresa, me presento al Director Gerente que muy amablemente me da la bienvenida. Después de estrechar mi mano, llama a un compañero que me enseña las dependencias de la empresa, así como mi puesto de trabajo. Me agarro las manos para que no sea visible el tembleque que las posee. Intento ser simpática, aunque el hombre no está por seguirme la corriente. Se limita a recorrer las oficinas presentándome a los demás trabajadores. Los nervios me impiden memorizar los nombres de todos y doy gracias porque llevan colgando del cuello, con una cinta, la tarjeta con sus credenciales.
Por fin llegamos al que será mi lugar de trabajo, la recepción. Me explica de forma rápida y parca donde están los documentos y me entrega mi tarjeta identificativa y el material de oficina necesario para tomar notas. Enciende el ordenador por el que controlaré la centralita y de forma escueta me indica los pasos para abrir los programas necesarios. Me deja sola, ¡por fin!, y me siento para revisar todo lo que me ha enseñado. Otra de mis tareas será la asistencia a los compañeros; ya sea enviar documentos o un paquete por mensajería, realizar alguna llamada, correo electrónico o imprimir algún archivo según petición.
Cuando comienzo a relajarme y a tomar consciencia de mi entorno, recibo la primera llamada. Una oleada de calor me inunda, pero intento controlarme. Fuerzo a mi memoria para recordar rápidamente los pasos que me ha enseñado el compañero para atenderla. Por primera vez, los nervios casi no me dejan hablar y mi voz se oye temblorosa y tenue. Al conseguir pasar la llamada a la persona deseada respiro tranquila y hasta asoma una pequeña sonrisa de satisfacción en mi cara.
Esta sensación cesa cuando una llamada del jefe me informa de una reunión. Debo adecuar la sala correspondiente y preparar 5 cafés, 3 cortados y 1 café con leche. Entro en la sala y ordeno los blocs de notas y los bolígrafos para que puedan llegar desde diferentes lados de la mesa. Dejo las luces encendidas y me voy a la sala office para preparar los cafés.
Me encuentro con una moderna y enorme máquina de café con multitud de botones y lucecitas. La tecnología y yo no nos hemos llevado nunca del todo bien. Hasta ahora me defiendo con la lavadora, encimera y campana extractora, pero esa cafetera me deja perpleja y comienzan a sudarme las manos. Me acerco a ella como si fuera una enemiga. La multitud de botoncitos tiene letras abreviadas además del dibujito correspondiente. ¿A quién se le ocurre hacer abreviaturas para identificar los tipos de café que puedes obtener? Busco los vasos, tazas, cucharitas, palitos, lo que sea que usen para poder salir de allí con el líquido humeante. No lo encuentro por ningún lado y comienzo a exasperarme. Salgo de la sala para conseguir que alguien me pueda ayudar, sin embargo, ya están todos reunidos en la e imagino que esperando los cafés.
Respiro hondo y hago acopio de valor. Vuelvo a encontrarme de frente con la cafetera que parece el reto de mi primer día de trabajo. Deduzco que aquella máquina debe ser muy completita y del armatoste debe salir el café listo para beber, con su vaso, cucharilla y todo lo necesario.
Pongo en marcha toda mi imaginación intentando deducir las abreviaturas y me lanzó pulsando el botón que pone Csl. Escucho un ruido dentro de las tripas de aquella máquina y en menos de un minuto veo como una pieza metálica se desliza girando y aparece un vaso con el líquido oscuro humeante y con su cucharita. ¡Bien! Parece que no nos llevaremos mal, al fin y al cabo. Repito la operación hasta obtener los cinco cafés y ahora me toca averiguar en qué botón se esconde el cortado. Usando la lógica pulso el que tiene la abreviatura Cct. Cuando se gira la trampilla, el vaso solo contiene leche y la cucharita. Comienzo a sentir un calor por mi cara que me augura un incipiente temblor.
Reviso los botones para intentar con otra de las abreviaturas y esta vez pulso las letras Cch. Junto mis manos como en un rezo esperando obtener un cortado en condiciones, pero al ver el contenido del vaso de un color marrón y el típico olor del cacao, lo que he elegido es un chocolate. Aquello ya comenzaba a exasperarme. Me puse firme como si quisiera imponerme a aquella endemoniada máquina y pulsé decidida el botón que decía Ccl.
Después de un momento, gira la pieza corredera y cae sobre mis pies un líquido blanco. Dentro de la máquina hay una cucharita de plástico mojada en la leche y ni rastro del vaso que debía contenerla. ¡Esto es el colmo!
Miro a mi alrededor para ver si alguien puede verme y rápidamente seco el líquido del suelo con papel de cocina que encuentro en la encimera. Quizá se ha atascado el vaso. Para comprobarlo, intento tocar con los dedos en el interior de la trampilla, pero solo noto el tacto del líquido caliente. No sé qué es lo que acciono con mis dedos, pero el líquido lechoso cae en mi mano quemándome la punta de los dedos y tengo que retirarla porque la trampilla casi me la engulle el brazo. ¡Maldita tecnología! Aquella máquina la había tomado conmigo y no estaba dispuesta a permitírselo.
Veo estupefacta que empieza a salir leche por debajo de la máquina y el suelo se va cubriendo de una mancha que llega hasta mis pies. Con una ansiedad que me invade hasta las orejas, comienzo a pulsar varios botones sin mirar lo que pone; Ccc, Cmk, Tnl, Tvl… La cafetera no se paraba, al contrario, no dejaba de escupir más líquido y ahora acompañado de azúcar y chocolate. Intento frenar la cascada colocando el papel de cocina enrollado en la trampilla procurando no quemarme los dedos. Casi en un ataque de histeria, le doy un manotazo y una patada a la máquina para desahogar mi rabia hacia lo que yo consideraba un ataque.
De repente cesa todo el ruido y la caída de líquido. Me quedo como un animal al acecho esperando la reacción del aparato, pero no ocurre nada.
Intento arreglarme el pelo y la ropa después de la pelea con la cafetera y decido llevar los cafés, ahora casi fríos, a la sala y explicar que la máquina se había averiado. Mi argumento real es que la máquina tenía vida propia y estaba decidida a llevarme la contraria para amargarme el primer día de trabajo. No quería reconocer que había estado en un plis de salir corriendo.
Entro en la sala con la bandeja de los cinco cafés con las manos aún temblorosas, la cara enrojecida y los ojos llorosos. Veo que todos apartan la mirada de una pantalla en la pared para clavarla en mí. Acto seguido rompen a reír estrepitosamente y me la señalan para que mire. Me acerco y veo en ella la sala office con el charco de agua lechosa y el cúmulo de papel amontonado en la trampilla de la máquina.
Paula Martín