Del pueblo ya solo quedaban ruinas. Sus habitantes o habían huido, o yacían sepultados bajo la pila de escombros que fue antaño su hogar. La ocupación había sido excesivamente violenta, nada de pararse a distinguir si quien corría por la calle era un soldado, un civil o un niño. Los tanques habían lanzado tal lluvia de destrucción sobre la zona que ningún edificio había quedado intacto. Las órdenes eran arrasar con todo.

Aquel pueblo se esmeraba mucho en acoger y curar a sus soldados cuando iban o volvían del frente, por lo que los altivos generales del ejército invasor decidieron que lo utilizarían como ejemplo para que el resto se rindiera sin condiciones.

Sus gentes recogieron a un pequeño pelotón que huía del avance inexorable de las poderosas huestes que pretendían ocupar el país. Llegaron más muertos que vivos, pero tuvieron cierto respiro para poder recuperarse antes de que el frente les alcanzara de nuevo.

Nadie conocía el motivo de esta guerra. De la noche a la mañana se encontraron con un monstruo de miles de caras en sus fronteras, al parecer, deseosos de emprender un camino que les llevaría a tomarlo todo.

Aquel pequeño país no era especialmente rico, ni sus habitantes especialmente importantes. Solo tenían la desgracia de tener como vecinos a un puñado de narcisistas egocéntricos que pensaban que su forma de vida era la única válida y, por tanto, todas las demás suponían un insulto y debían desaparecer.

La torre del campanario de la iglesia era lo único que se mantenía a duras penas de lo que hasta hace tan solo unas horas había sido un centenario lugar de culto. En ella, el único superviviente de aquel pelotón, aguardaba su oportunidad, oculto entre las sombras. Su fiel compañero: un rifle de francotirador de última generación. El cual aguardaba paciente la orden de su dueño parar escupir muerte. Una pequeña búsqueda a través de la mira telescópica, una lenta exhalación, un suave movimiento del dedo y trescientos metros más allá un soldado enemigo caía sin vida.

Cada vez que hacía eso, se tomaba su tiempo en recargar su arma y descansar un poco. Gracias a su entrenamiento era capaz de permanecer durante un largo tiempo observando a través de su mira buscando un blanco. Pero esa quietud, esa tensión inmóvil en cada músculo de su cuerpo era agotadora. Se relajaba tras cada pequeña victoria y se llenaba los pulmones del gélido frío invernal.

Allí, en la soledad de lo que sin duda sería su eterno lugar de reposo, se sentía en paz. Había aceptado su destino. Cualquier otro podría haber pensado en huir, correr velozmente entre los escombros y adentrarse en el bosque cercano por donde se habían marchado los pocos supervivientes. O podría haberse enterrado bajo un montón de cuerpos y disimular ser una más de las víctimas de la masacre. Todo por el puro instinto humano de aguantar un día más. ¿Pero para qué? ¿Para llegar hasta su ciudad natal y ver cómo es destruida unos días o semanas más tarde? No, había abandonado por completo esas ideas. Quería mantener en su memoria el recuerdo de su hogar tal y como era. Además, cuantos más de esos cabrones mandara con su retorcido creador, mejor.

Los minutos pasaban en aquel campanario sin campana. Reflejo del pueblo sin vida del que ahora era el único estandarte en pie. Con la espalda pegada a aquellos fríos ladrillos, se dio cuenta de que no tenía tan aceptado el destino de la muerte como él creía. La idea de escapar revoloteó por su cabeza. “Vete, conoces los bosques, conoces las técnicas de supervivencia. Puede que sea una vida dura, pero sería una vida”, le decía una voz en su cabeza. Tal vez lo hiciera. Después de acabar con unos cuantos más de ellos, podría bajar sigilosamente y cumplir con cualquiera de los planes de huida que ya había pensado anteriormente. Estaba claro que no iba a poder detener a todo el ejército así que, ¿por qué morir allí?

Volvió a asomar el cañón de su fiel arma sobre lo que quedaba de la ventana. Otro fogonazo, otro trueno y una nueva rosa de sangre floreció sobre la nieve en la distancia. Con aquella última victoria, se decidió a bajar antes de que se acercaran más a su posición y pudieran descubrirle. Como le decía la vocecilla de su cabeza, en el bosque podría sobrevivir. Y quién sabe, tal vez algún país se dignara a ayudarles antes de que fueran totalmente invadidos, con lo que podría salir de su exilio.

Mientras descendía por las ruinas de la torre oyó un disparo, ni excesivamente lejano, ni demasiado cercano. ¿Quedaban supervivientes? Volvió a subir a su antigua posición, desenfundó su rifle y buscó a través de su mira al responsable del sonido. A aquellas temperaturas, era posible que el arma aún desprendiera calor y este se condensara en el aire, aunque no le fue necesario tanta atención al detalle. A lo lejos, pudo distinguir a un grupo que iba disparando a los cadáveres que se encontraban. Desde luego, lo de no dejar supervivientes se lo estaban tomando muy enserio.

Entonces, una fría sensación le recorrió el espinazo. Se agarró fuertemente a su rifle mientras un escalofrío le recorría la espalda junto a una idea que le heló la sangre.

Definitivamente, tenía que acabar con cuantos más de ellos le fuera posible. ¿Y si uno de los que no mataba era el que mañana disparaba la bala que acababa con su anciano padre? ¿Y si el que dejaba vivir ahora era el que encontraba el escondite donde se había metido su hermana pequeña, allá en su vieja casa?

Hacía tan solo un rato estaba dispuesto a morir, así que se aferró de nuevo a esa idea. Cada vez que la vocecilla de su cabeza volvía, la acallaba con las imágenes de sus seres queridos y con la idea de que su sacrificio les daba una oportunidad. ¿No era eso lo que hacían los héroes? No, él no era un héroe, solo era un hombre que luchaba por algo más importante que él. Como si de una pócima de valor se tratara, se bebió hasta el fondo aquella sensación y volvió a disparar. Pero esta vez no esperó el tiempo que solía dejar entre disparo y disparo. El enemigo estaba avanzando por el pueblo, cada minuto que esperara era un soldado más que vivía. ¿Y si es él el que la encuentra?, volvió a pensar.

El tiempo entre disparos era el mínimo necesario para desentumecer los músculos y recargar el arma. Gracias a Dios, su puntería era asombrosa: un disparo, un muerto.

Los enemigos llevaban rato intentando averiguar de dónde venían los proyectiles, sin éxito. Hasta que por fin, uno de ellos señaló la torre. Fue lo último que hizo antes de que una bala le arrancara el dedo con el que apuntaba y luego continuara hasta su cabeza.

Los soldados avanzaban con cuidado. No sabían cuantos hombres había en aquella torre. Solo sabían que con cada intento de acercarse perdían a un miembro de su ejército.

La torre estaba rodeada. El soldado sabía que no iba a poder defender todos los flancos, así que se centró solo en la entrada de las ruinas. Si querían entrar a por él, solo podían hacerlo por ahí.

Para cuando no tuvieron más remedio que pisar la alfombra de cuerpos que sus compañeros caídos habían formado en la entrada, comenzaron a desistir. “Otra pequeña victoria” pensó el francotirador. Pero el ruido cercano de un motor y ladrillos rompiéndose bajo algo metálico le bajó los humos. Miró a escondidas por la ventana y distinguió la silueta de un carro de combate que apuntaba directamente a la torre. El aire abandonó sus pulmones en un suspiro de resignación mientras el restallido del cañonazo llenaba el lugar. En ese momento sintió otra presencia en la torre. La muerte le exhalaba su frío aliento en la nuca. Sintió como le rodeaba con sus brazos e hizo que el corazón se le fuera a la garganta. Había venido a por su alma en el momento justo en el que la torre explotó en mil pedazos. “Solo uno más” fue su último pensamiento antes de que la vieja de negro lo arrastrara a la oscuridad.

Andrés Ruiz De Assin

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