Desde lejos me gustaba ver cómo la policía corría de un lado para otro conversando con sus compañeros intentando recabar información que les ayudara para resolver el caso.

            Es cierto que el asesino vuelve a la escena del crimen para deleitarse con el frenesí que ha causado su obra. Al igual que un pirómano, los comentarios de asombro y desasosiego al no saber por dónde empezar nos causa un estado de satisfacción indescriptible.

            En mi caso me llaman la asesina, con esa extraña sensación que crea una mayor dependencia en mí a cada vida que arrebato. Digo que me llaman asesina porque para mí es justicia. Aunque comenzó en auto justicia si queréis comprender mejor mi motivación.

            Todo se remonta a menos de un año, estando de celebración en una discoteca por la despedida de soltera de una de mis amigas. Varios graciosos querían agregarse a nuestro grupo para obtener un revolcón con la que estuviera dispuesta a ello.

            Algunas de mis amigas no desdeñaron la idea como colofón a la euforia de la fiesta. Yo, a pesar de ir un poco subida de copas, tenía muy claro que iba a divertirme con mis amigas que quisieran bailar y dedicar canciones a la que abandonaba la soltería.

            Teníamos que apartar a los “moscones” que revoloteaban alrededor de nosotros y se plantaban frente a nosotras bailando e intentando el ligue fácil. Alguno incluso intentaba sobrepasarse con las manos para tantear las posibilidades. Nos cansábamos de dar empujones y de cambiar de zona en la pista para alejarnos de ellos. Era un verdadero incordio. Personalmente, a uno de ellos llegué a despacharlo con un codazo y a otro que llegó a sobarme el culo le propiné un bofetón.

            Más tarde es cuando supe que algunos de esos oportunistas iban juntos y los dos que despaché de malos modos eran parte de ese grupito.

            Cuando consideramos que la celebración había llegado a su fin, salimos juntas de la discoteca para dirigirnos hacia casa en transporte público. No trajimos el coche pues sabíamos que ninguna terminaríamos en correctas condiciones para conducir.

            Todas fueron llegando a su punto de fin de trayecto y yo me quedé sola en el metro. Tan solo quedaban dos estaciones para finalizar mi viaje.

            Mi mirada oteó alrededor para percatarme de que estaba sola en el vagón a pesar de oír risas y voces mermadas por la distancia y el ruido del metro.

            Orientando mi vista hacía donde provenía el sonido, vi unas cabezas que se movían en el vagón contiguo y que abriendo la portezuela que comunica los vagones, se dirigían hacia donde yo estaba. Me miraban para luego reírse entre ellos. Reconocí a los pesados de la discoteca, pero esta vez sus caras eran maliciosas y lascivas.

            El metro se detuvo y aunque no era mi parada, me bajé dispuesta a alejarme de aquellos individuos que a todas luces no tenían buenas intenciones.

            Subí la escalinata a toda prisa hacia la calle y comencé a andar deprisa. Cuando respiré aliviada creyendo que se habían quedado en el metro, escuché sus voces y risotadas detrás de mí. Comencé a correr para alejarme a toda prisa y acortar el camino que aún me alejaba de mi casa. Mi mano derecha ya buscaba el spray pimienta que llevaba en mi bolso.

            Por más que corría sus zancadas eran mayores y lograron alcanzarme arrastrándome a empujones hasta un callejón.

            Tenía muy claro lo que querían conseguir y no lo iban a tener fácil conmigo. Debía pensar rápido cómo reaccionar y no tenía tiempo para contar cuántos eran.

            De un empujón pegaron mi espalda a la pared y el primero de ellos se acercó a mí para agarrarme por los brazos. Mi pierna como un resorte, le propinó una patada en los genitales que lo dejó tumbado en el suelo retorciéndose de dolor. El siguiente, vociferando improperios intentaba mantenerse apartado de mis patadas, pero él me propinó una en mi pantorrilla que me dobló la pierna haciéndome caer de rodillas. Aprovechó para acercarse a mí y este recibió una buena ración del spray en los ojos. Gritando, daba vueltas frotándose los ojos sin saber hacia dónde iba.

            Desprevenida sentí el impacto punzante de un puntapié en mis costillas. Caí de costado doblada sujetando mi cuerpo con ambos brazos para mitigar el dolor.

            Alcé los ojos y vi dos caras mirándome entre rabia y deseo. Se estaban jactando de haber conseguido reducirme. Lo siguiente que recuerdo es un forcejeo de brazos y piernas, tirones de ropa y un ardor en mi entrepierna.

            No dejé de propinar puñetazos cuando conseguía soltar alguna de mis manos, pero viendo que detrás del que estaba sobre mí esperaba el otro que también quería satisfacer sus instintos, y quien sabe si el que se repusiera de mis anteriores ataques se añadiría, mi furia me hizo reaccionar de una forma salvaje. Hinqué con fuerza mis dientes en la yugular del que jadeando sobre mí me laceraba por dentro. La sangre comenzó a brotar sobre mi cara y cuello. El violador sorprendido detuvo su asqueroso jadeo y su movimiento. Lentamente fue perdiendo fuerza mientras me miraba con sus ojos desorbitados y vidriosos.

            Los otros indeseables asustados echaron a correr al ver que de un empujón me deshice del que ya era cadáver. Su sangre me había dado una energía inesperada y mi mirada enfurecida se dirigió hacia ellos. No tenía intención de perseguirles. Entonces no. Mi plan ya se estaba gestando en mi cabeza. A partir de aquel día nunca volví a ser la misma.

            Cambié mi apariencia con una peluca de un color diferente en cada ocasión. La sed de sangre me empujaba a darles una lección mortal.

            Las noches del fin de semana volvía a la discoteca hasta que fui localizando uno a uno a mis agresores. Me insinuaba a uno de ellos hasta que me llevaba a su casa o a su coche. Ya no había marcha atrás posible. Mis manos se teñían de sangre cuando con un pequeño bisturí escondido en mi cinturón les producía un corte en la yugular. Era mi marca personal. Después les cercenaba su miembro y lo introducía en su boca mientras sus últimos latidos empujaban la sangre en pequeños borbotones. Me jactaba diciéndoles “No violaréis a ninguna otra mujer, ninguna más”.

            En aquellos momentos era una poseída por la loca venganza y no me producía ninguna especie de compasión, asco o temor. No era hora de escuchar arrepentimientos ni atender a lamentos. Después limpiaba lo que hubiera tocado y desaparecía del lugar.

            Hasta tres veces repetí el mismo ritual con el resto de los agresores que querían aprovecharse de mí aquella noche.

            Volvía a cambiar mi apariencia con una peluca de otro color, un maquillaje diferente y nueva ropa. Seducía al que estaba más borracho o alejado del resto. Qué fácil me lo ponían… 

            Cuando veía derramarse la sangre y mancharme las manos y el sofá o asiento del coche, una sonrisa acudía a mi rostro. Venganza cumplida, pensaba.

            Recuerdo disfrutar con cada uno de mis ajustes de cuentas. ¿Exagerada? Puede ser, pero en mi caso no me importaba el no justificarlo de otra forma. En mis sueños era yo la que me veía muerta y desangrada en aquel callejón, así que ese era mi móvil para ser quien era; la asesina de la yugular y genitales amputados.

            En todos los casos, volvía a la escena del crimen con mi apariencia natural. Una chica como otra cualquiera de las que estaban cerca de la escena del crimen. La gran diferencia es que yo era la que había creado esa escena y eso me enorgullecía.

            Cuando todos los que se atrevieron a ultrajarme desaparecieron de la faz de la Tierra, yo ya estaba enganchada a mi sed de sangre de venganza.

            Ahora de día soy la empleada eficiente en una empresa. Por la noche, con mi disfraz, voy en busca de los bravucones que en los callejones intentan propasarse con las chicas. Así doy satisfacción a mi deseo de manchar mis manos de sangre. La sangre de los indeseables. Procura que no te toque a ti.

Paula Martín

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