Solamente deseaba una cosa en aquel momento. Después de varios desengaños amorosos en mi vida y el fracaso empresarial, me había quedado sin fuerzas para continuar. Quería desaparecer.

Mis familiares me animan a que siga luchando. Me dicen que soy duro como una roca, pero me dejan solo ante el peligro. Mis amigos al ver que no pueden convencerme con sus nuevas ideas para emprender, ya que encontrar trabajo está complicado a mi edad, me tachan de cobarde. Me dicen que huyo a esconderme. Que no soy capaz de olvidar mi frustración, levantar la cabeza y volver a empezar. Para ellos es muy sencillo hablar desde la comodidad de un trabajo en el que se han hecho imprescindibles. Tienen el complemento ideal de ser maridos amados y padres adorados. Así es muy fácil dar consejos a los demás desde la seguridad y el bienestar de sus vidas.

Yo era el que me levantaba por las mañanas viendo la degradación en mi rostro. Ojeras oscuras del típico color enfermizo que cada día aumentaba junto con el hundimiento de mis ojos.

            La decisión estaba tomada y el billete de ida comprado. Me despedí de todos sin la más mínima pena ni sensación de arrepentimiento y me encaminé a mi destino tomando el avión.

Cuando desembarqué en el aeropuerto no pude reprimir la exclamación “¡Por fin he llegado a la Provenza!”  Mi destino estaba cada vez más cerca y mi espíritu lo ansiaba como un sediento desea beber agua. No estaba muy seguro por qué había elegido aquel lugar. Cuando busqué en Internet y vi las fotos con los extensos campos de lavanda, sencillamente me sentí atraído como si de un imán se tratara.

            El amable taxista se encargó de colocar mi única maleta en el coche y nos dirigimos hacia la abadía que sería mi hogar. Según mis intenciones, durante tiempo indefinido. Mi alma sería la que me diría hasta cuándo lo necesitaba o hasta que las buenas gentes del lugar quisieran acogerme. No sabía muy bien cómo funcionaban las reglas en un lugar como aquel, pero estaba dispuesto a amoldarme. No creo que fuera peor que todo lo que me había visto obligado a vivir.

            Mi francés era muy básico, pero las palabras serían las justas y necesarias en un lugar como este. Además mi intención era mantener el silencio la mayor parte de las horas del día.

Tal y como el taxi se acercaba, me quedé extasiado con aquellos preciosos campos de lavanda, tal y como los había visto en las fotos. Mis ojos casi se llenan de lágrimas al ver aquel manto tan extenso que me hizo sonreír y comenzó a llenarme de paz. Algo tan sencillo como aquellas espigadas flores agrupadas en rosetones demostrando su belleza, había conseguido arrancarme una sonrisa tanto tiempo enterrada en mis amarguras.

            El taxista se detuvo en una fachada lateral de la abadía, donde se terminaba el camino. Le aboné el coste del trayecto y tras dejar mi maleta en el suelo, emprendió su regreso a la ciudad cercana.

            Dejé mi maleta allí, no iba a robármela nadie en aquel lugar, y me dirigí hacia el campo de lavanda frente a la abadía. Con la punta de mis dedos iba tocando las preciosas flores que me producían una sensación de contacto con la naturaleza olvidado. Al moverlas, su aroma se esparció en el aire y aspirando profundamente el perfume inundé mis pulmones hasta el último rincón. El sol con sus rayos verticales, inundaba de luz todo el llano dando más vivacidad a todo el conjunto. No pude resistir la tentación de tumbarme de espaldas en el suelo en una de las filas de terreno, quedando sobre mi cabeza las preciosas espigas.

            Saqué mi teléfono móvil del bolsillo para usarlo una última vez y me dispuse a grabar un video que mandaría a mi familia hasta una futura llamada desde la abadía. Desconocía las modernidades que podían existir entre las paredes de mi nuevo hogar.

“ Ya he llegado a mi destino. Sé que no aprobáis mi decisión, pero es mi vida y ahora mismo esto es lo que necesito, espero que lo entendáis. Si pudierais estar aquí, escuchando este silencio, viendo este paisaje y respirando el aroma de la lavanda, me daríais la razón. ¿Veis la preciosidad de éste lugar?” 

Hice un plano general del lugar levantándome del suelo. Era imposible no enamorarse de aquello, de aquel precioso tono que lo inundaba todo hasta el horizonte.  “Sé que vuestro deseo es que tenga lo mejor para mí y eso está aquí y ahora. Ya sabéis que os quiero. Cuidaros mucho y ya os llamaré más adelante, cuando esté establecido y adaptado a las costumbres de este sitio. Un abrazo a todos y un beso para ti mamá.”  Presioné el botón para detener  el vídeo y lo visualicé antes de mandarlo.

            Al ver el reflejo del color de las flores en mis ojos casi me enamoro de mí mismo. Aquel pensamiento produjo un click en mi cerebro. Como si un resorte se hubiera accionado dejando fluir una sabiduría retenida hasta aquel momento. Entonces supe que todo debía comenzar amándome a mí mismo para saber amar a los demás, y saber poner el amor adecuado en lo que emprendiera.

            Hice algunas fotos de aquel precioso campo de lavanda y de la abadía. Metí un ramillete de las flores en mi bolsillo antes de dirigirme hacia donde estaba mi maleta. Busqué en el móvil el teléfono para llamar al taxi que me recogería y me llevaría a la ciudad. Era allí donde estaba realmente mi destino por descubrir.

Paula Martín

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